Santiago todavía es Santiago, pero ¿hasta cuándo?

Recientemente, tras dos años de ausencia, ¡desde la Feria del Libro del 2022!, volví a Santiago de Cuba, el Balcón del Caribe. Esa ciudad en la que ser habanero es casi como tener el número de celular de Dios. O una diana pintada en la frente, según el caso.

Fue una visita corta, pero memorable: acudí con motivo del VII Congreso de Ciencia Ficción del Caribe Hispano, una iniciativa surgida hace una década en Puerto Rico y que, este año y por primera vez en Cuba, convocó a escritores y académicos de las tres Antillas donde se habla la lengua de Cervantes para dialogar sobre ciencia ficción y fantasía en la urbe más caribeña ¿y espiritual? de la ínsula mayor.

El evento fue ejemplarmente organizado por el muy activo grupo local del fandom Quinta Dimensión. Aunque tengo que reconocer que, pese a sus ímprobos esfuerzos, la asistencia, tanto de público como de ponentes, dejó bastante que desear. 

Muchos de los profesores extranjeros que habían expresado su interés en acudir, no pudieron hacerlo. Sus universidades les desaconsejaron vivamente venir a la problemática y proterrorista Cuba. Mientras que los santiagueros de a pie tuvieron que dividir su interés entre las sesiones del evento y la edición provincial de la 32a Feria Internacional del Libro, que históricamente siempre cierra en tierra indómita.

Bueno, diré que, lo mismo que en La Habana, la Feria del Libro santiaguera apenas si fue pálida sombra de ediciones anteriores: unos pocos quioscos en el céntrico Parque Céspedes, mal provistos de ediciones antiguas. Por falta de papel, el ICL ha tenido que migrar a la fuerza hacia ediciones digitales. Más alguna que otra presentación, casi siempre de escritores y/o académicos para un raleado público de la misma clase. Algo así como predicar a los conversos.

Y es que, como si se dice popularmente, la cosa está que arde. O sea, que no está el horno para galleticas. Ni en Santiago, ni en ninguna parte de Cuba. De hecho, cuando anuncié mi viaje a la Ciudad Héroe, muchos conocidos intentaron disuadirme, recordándome los disturbios que, pocos días antes, habían sacudido al semimarginal barrio de El Salado, en dicha urbe. 

En realidad, fueron protestas pacíficas del pueblo, llevado a los límites de su aguante por el hambre y los apagones. Y a las que, por supuesto, ni la prensa cubana ni el programa Con Filo, el más divertido de la TV cubana, hicieron la más mínima alusión. Como era de esperarse.

“Vas a meterte en el ojo del huracán de la desobediencia civil”, me profetizó sombrío un vecino. “Ten cuidado, que, en esos estallidos sociales, a menudo pagan justos por pecadores”, me advirtió otro, paranoico, el mismo que además, me aconsejó que no llevara a mi novia… “por si acaso”.

Pero resulta que mi Natalia, artemiseña de nacimiento (bueno, no, porque Artemisa como provincia sólo existe hace unos 15 años), ¿provinciahabanera o pinareña, entonces?, más allá de su patria chica, de Cuba sólo conocía la capital. Además de haber estado una vez en Varadero y otra en Soroa. 

Así que, amén del congreso mismo y del placer de reencontrarme con amigos santiagueros y boricuas, este viaje tenía un claro objetivo turístico: mostrarle a ella la metrópolis que, tal y como Chicago con respecto a New York, en los Estados Unidos, bien puede reclamar el título de segunda ciudad de Cuba.

¿O es que los cubanos no tenemos derecho a hacer turismo en nuestro propio país, a ver? ¿Qué pasó con aquel slogan tan optimista: “conozca Cuba primero y el extranjero después”?

Empezamos mal.

El viaje, contratado con una agencia particular y a un precio absurdamente elevado (miles de pesos por persona, no diré más) fue una auténtica odisea, sobre todo para Natalia, sin hábito de pasar tantas horas a bordo de una Yutong alquilada: incómoda en el estrecho asiento, rodeada de maletines (cada viajero puede llevar hasta 20 kg por el precio de su pasaje, más todos los que quieras si pagas 25 CUP por cada uno extra) y sufriendo frío, porque los choferes siempre suben el aire acondicionado al máximo, ya se sabe. ¿Para no dormirse, quizás?

También, como era de esperarse, ¡los cubanos somos capaces de llegar tarde incluso a nuestro propio entierro! Salimos dos horas después de la anunciada para la partida. Así que, en lugar de llegar temprano en la mañana a nuestro destino, eran ya las 11 am cuando, molidos y hambrientos, bajamos del ómnibus y pagamos otro millar de CUP. 

Esta vez fue entre cuatro viajeros, para que un taxi (¡milagro, un auto: no una moto, como es habitual allí!) nos llevara al Parque Céspedes. Ya mi chica iba, con su piel tan clara que algunos la llaman Blancanieves (también ayudan su cabello negro y ojos azules, supongo) quejándose del sol y del calor santiaguero que le daban la bienvenida.

Por suerte, una vez en el parque, la magia de la ciudad comenzó a ejercer su efecto sobre ella. Lo primero que notó fue la casi rutilante limpieza de las calles. Porque, a diferencia de la capital, que desde hace meses parece haberse rendido definitivamente en su batalla diaria contra los desechos, en Santiago siguen sin verse esos tan antihigiénicos montones de basura que ya los habaneros hemos acabado por considerar parte inevitable del paisaje. Además de ser focos de epidemias en potencia.

Aclaro: no es que Santiago sea el paraíso por eso, tampoco. La comida es tan cara y escasa como en la capital. Los apagones son feroces, al menos dos de varias horas cada día, nos dijeron. Aunque, a nuestra llegada (¡qué raro!, ¿tendría que ver con las protestas anteriores?), su duración se redujo como por ensalmo.

Y menos mal, porque nos alojamos en uno de los edificios 18 plantas, frente al Coppelia santiaguero que hace meses no tiene nada parecido a un helado, a pesar de la proliferación de cremerías privadas por toda la ciudad, con ofertas que van de lo casi razonable a lo absurdamente caro. 

Por suerte, sólo una vez tuvimos que bajar los más de diez pisos por la tenebrosa escalera interior de estos rascacielos locales, en teoría a prueba de sismos: otros de los temores constantes de los santiagueros.

¿Más disturbios? No, lamento decepcionar a esos que quieren ver el mundo arder y a Cuba sumida en una guerra civil o algo peor. Ni rastro. Mucha policía y hasta espigados chicos de uniforme verde y con las boinas rojas de las Tropas Especiales en las calles. Lo mismo a lo largo del emblemático y empinado boulevard que es Enramada, que en la Plaza de Marte y, sobre todo, apostados a la entrada del Comité Provincial del Partido Comunista. Por si acaso.

Por lo demás, todo tranquilo. Hasta el punto de que, obviamente incómodo por las fotos que fui subiendo a mis redes sociales en diversos sitios de la ciudad, uno de esos que ahora se ha dado en llamar “odiadores” me acusó de “falso friki comunistón”, por esconder la que, según él (que obviamente no estaba ni cerca de la ciudad), era la verdad: hogueras en las calles, heridos ensangrentados por las balas de goma y los tonfazos de la cruenta represión policial: la desobediencia civil pura y dura. 

Lo malo de decir la verdad, ya se sabe, es que quedas bien con los extremistas de ambos lados: para unos, es demasiado. Para otros, muy poco.

Un amigo al que la protesta, que tuvo lugar prácticamente en la puerta de su casa, sorprendió con su hija, nos confió que, al menos por esta vez, las manifestaciones fueron de veras pacíficas. 

Según él, que conoce al elemento, sobre todo porque los guapos, los más agresivos elementos delincuenciales de los barrios, en esta tierra donde puñaladas y machetazos siguen siendo el método tradicional para resolver querellas, salieron a desfilar con el resto de la población, tras advertirles a los uniformados que, si daban un solo bastonazo, iba a correr sangre: ¡la de ellos!

¿Verdad o leyenda? ¿Quién sabe? Pero, como dicen los italianos, de los que, por cierto, hay muchos en Santiago, del brazo de sus mulaticas flacas, se non é vero, é ben trovato. Literalmente: si no es verdad, es un buen hallazgo.

Y es que, según el decir de otros, si la sangre no llegó al río, fue más bien porque los de la PNR tenían estrictas instrucciones de no intervenir violentamente, incluso si eran provocados. Que no hay que armar una guerra civil, tampoco.

Sea como sea, menos mal. Porque nadie con dos dedos de frente y que viva en Cuba quiere, en realidad, un baño de sangre. Ni nada parecido al ataque de grupos mafiosos que, recientemente, sufrió el centro de Port-au-Prince, la capital haitiana. 

Cambios, sí: más comida, menos apagones, para empezar. Otro presidente, otro sistema, inclusive, por los más ambiciosos o que miran más allá. Y, preferiblemente, lograr todo eso sin tener que luchar contra tanques en las calles, ni enterrar a miles de muertos.

Santiago es Santiago, reza ese pleonasmo que nadie sabe si tomarse en serio o en broma, pero que sigue siendo uno de los lemas más omnipresentes en los muros de la urbe. 

Rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre… La metrópoli más comecandela y partidaria incondicional de la Revolución en toda la Isla. Por eso mismo, es también la que más restricciones de electricidad y dieta ha sufrido y sufre aún. Lo que hace cuestionarse el sentido de tan acrítica adhesión: ¿mientras más apoyan, peor los tratan? Algo está mal, en esa relación.

Santiago, como La Habana, también se está quedando vacía a pasos agigantados. El flujo constante de emigración hacia Estados Unidos que desató el parole hace poco más de un año, ya empieza a notarse. Pero también las remesas que los santiagueros que “pasaron a mejor vida”, en el exilio, envían a sus parientes con menos suerte para ayudarlos a sobrellevar la vida insular. Son estos envíos, me atrevo a suponer, los que de veras están sosteniendo a la ciudad. 

Además de las heladerías, a lo largo de Enramada y otras calles tradicionales han proliferado toda clase de mypimes. Sus mostradores están repletos de productos. Pero, ¿quién puede comprar en ellas, con esos precios astronómicos? ¿O en las boutiques llenas de ropa saturada de dorados y transparencias, al mejor estilo de nuevos ricos en Miami? ¿O pagar los miles de pesos que cuesta un almuerzo o una cena en restaurantes o paladares, como La Bodeguita del Medio o el espléndido Océano junto al malecón?’’

Tampoco hay tanto turismo. La emblemática Casa de la Trova está vacía casi todo el tiempo, excepción hecha de alguna parejita de canadienses despistados. Ya no hay que hacer cola para fotografiarse con la estatua del Tresero. E incluso el santuario de la Virgen de La Caridad del Cobre, a unos 20 km de Santiago, tiene menos visitantes que nunca. Y lo demuestra el que todos los vendedores de reliquias y artesanías prácticamente acosen a cada peregrino que cruza el umbral de la pequeña iglesia. Y los taxistas cobran miles de pesos por el viajecito.

Tras la tempestad, la calma. Después de las protestas, le pese a quien le pese, Santiago, estaba tranquila. O, al menos, lo parecía. Aún se puede visitar sin problemas la Casa Museo de Diego Velázquez, la escalerada calle Padre Pico, el histórico cementerio de Santa Ifigenia. Si bien encontramos cerrado el Museo Bacardí (¿por los apagones?) cada vez que nos aproximamos a su neoclásica fachada.  

En las caras de la gente, esa gente heroica de Santiago que tan duro peleó contra la dictadura batistiana entre 1956 y 1950, ya se nota el cansancio. La desesperanza. La triste seguridad de que, si esto sigue tal y como va, o empeora, ¡lo más probable!, se verán horrores.

Es una ciudad que lleva más de un siglo esperando un gran terremoto. Así que sabe bastante de expectativas.

Aunque toda paciencia tiene un límite. Santiago todavía es Santiago, sí. Pero, ¿hasta cuándo? ¿Y qué va a pasar ese día?





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VI Premio de Periodismo “Editorial Hypermedia”

Por Hypermedia

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