Cuerpos presentes

Los cuerpos presentes

I

Amanece, es noviembre
el frío muerde la piel y la hojarasca.
En la distancia, desde los pedregales
una luz parecida a la sombra
arde en silencio como una lámpara.
El viento húmedo transporta desde lejos
el bálsamo purísimo de una costa nocturna.
Aquí llega el brumal espeso de otra aurora
de otro cielo
que ya hubo de tensar sus mástiles de astros
frente a otros cuerpos y otros árboles.
Amanece, amanece.
Amanece sobre los paredones
sobre estos muros también vierte la aurora
sus oros y sus mirras
sobre este polvo y estas piedras
sobre este páramo que ningún canto ha conocido
sobre el que no ha pastado ninguna bestia humilde
ni nada ha amado a nada.
Estos sitios están siempre lejos del agua.
Quizás porque junto a las costas
se agrupan las ciudades
y sus puertas de marfil
deben abrillantarse con la sal del océano
y no con el polvillo que salta desde la piedra pómez.
Amanece, amanece.
Hora en la que el corazón de esta parte del mundo
respira entrecortado
y el cuerpo vence al alma
y el alma se disuelve en el fragor del cuerpo.


II

Aquí se espera.
Estos son los muros
contra los que la muerte rompe su pleamar
y el caudal de su espuma
borra de un golpe lo que fue y lo que será
y todo se transfigura en un presente
sin raíz en el tiempo,
donde el proyectil perdido en la tiniebla
persiste en su trayectoria
más allá de la carne tronchada
y del silencio inmóvil.
Aquí se espera,
procedentes de algún sitio oscuro
llegan los condenados.
Son cuatro y parpadean
frente a la claridad extraña de esta hora.
No hay gritos ni paroxismos inquietantes.
Ojo ebrio de lo que ya camina entre lo muerto.
Desenfreno del miedo aniquilado por el miedo.
Suma de miedos sucesivos.
El miedo sobre el miedo.
Insectos, gusanos, caracolas de sombra,
los brotes apretados de alguna espiga indócil,
capullo súbito en la hierba.
Desde la superficie
se alza la música de este día.
Nada morirá tan pronto
que no pueda paladear su vino amargo,
todo persistirá lo suficiente
para que este día pueda ser nombrado.
Este día,
este fragmento de tiempo
de brevedad inconmensurable.



El salto

Grises sombras opacas sobre la ciudad que envejece. Río gris que, a pesar de sus luces, de repente se ha vuelto nocturno. Cielo gris. Eclipse eterno. La vida que transcurre, envuelta en su turbión de signos incompletos como la copia raída de aquella realidad tergiversada por el olvido. Mundo repleto de señales que corren ante los ojos sin justificar el presagio de sus significados y, a fuerza de pasar y pasar, son aceptadas, así como han llegado: como graves adivinanzas infecundas.

Un día parecieron iguales las paredes que intentaban alzarse ante el cielo. Fueron iguales los incontables rincones con las mismas penumbras que el asombro ya no visitaba. Resultaron idénticos todos los sonidos de las calles voraces, el choque de los hierros, el pitazo de los autos que se apresuraban, la voz que deliraba en el centro de una ovación absurda. Una canción que parecía repetirse desde un momento eterno en el eco de una destartalada pianola enloquecida.

Hoy nada presagia lo desconocido. Ya no existe la magia del enigma. La ciudad ha olvidado los misterios de la búsqueda. Y todo continúa. Igual. Rotundo. Inamovible. Bajo la mirada de todas las esfinges. Con sus ojos de brasa apagadas espantan los fulgores de la aurora y todas las cosas disimulan sus brillos para no pecar de estrellas en el reino de sus sombras.

¿Qué gesto debe ser ejecutado para salvar el día de sus grises taciturnos, para destronar tanto marasmo? ¿Qué verbo apocalíptico debe ser pronunciado, qué conjuro? Nada y ninguno. Sólo un supremo alarde del azar podría preservarnos del naufragio de sus tintas, algo que regresara de repente revuelto entre los montes y los remolinos. Pero nada presagia lo desconocido. El azar ha parado la máquina de sus fantásticos entuertos. Se ha detenido el telar de los espejismos enardecedores y sólo el hastío merodea los portales como un animal transido por el ansia.

Sin embargo, aquí, de pronto, un hombre ha despertado envuelto en las viscosidades de sus claudicaciones y contra él, contra su despertar insólito, contra esta circunstancia, se están armando los baluartes cotidianos que pululan, frenéticos, hijos de las sombras. Sus ojos espían cubiertos de silencios la mímica inconfundible de la epopeya que llega. 

El hombre se retuerce sobre el fango de la calle, se empina sobre los muros, repta entre los alambres eléctricos y descubre a cien metros de sus pasos el límite de la sombra. Nada cambia en la ciudad de grises taciturnos. La suerte ha sido echada y este hombre, con su existencia entre los dientes, corre al encuentro del milagro de las luces, mientras la jauría desgarra sus talones con esa saña que sólo engendra el miedo.



Cántico V

Ah, dulce oscuridad
donde las manos del perdón te encuentran
y el cuerpo en su quietud
renuncia.
El silencio se abre como una flor insomne
y su cáliz recóndito
es el cosmos total
donde la noche canta.
Ah, alta paz de la sangre
profunda desnudez
soledad plena.
Ronda el ser en secreto
por las grutas del agua.
Hunde su fiebre el ser
en el barro abisal de lo que olvida.
Herida de silencio
la memoria es un pájaro
que cruza la espesura.


© Imagen de portada: Judit Herrera.





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Jhan Asher

Jhan Asher

“Pertenezco a la generación de los que no se equivocan, menudos ‘comepingas’”.






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