El nombre de la calle

La desgracia de Tamara es infinita; más difusa que la bola del mundo, más caliente que la arena del Sahara, más pesada que la Antártida; más profunda que la desesperación, la desolación y la desesperanza, todas juntas. Es algo de una magnitud que sólo ella conoce. 

Tamara es un ser triste que una vez, en tiempos de los que ya no es capaz de recordar, fue feliz. La felicidad se diluyó, pasó de percepción líquida a sensación gaseosa desde que nació Roberto, Robertón, Rober, Robón, Robertico, Rico. 

El desgraciado llegó y le robó la vida, lo que le quedaba de vida, el resto de su vida. La desgracia es peor cuando se ha conocido la felicidad; como quien pierde la visión después de ver. No es lo mismo que nacer ciego. No es lo mismo que nacer infeliz, como Rico.

Hay quien elige ser infeliz. Hay quien puede darse el lujo de ser feliz. Pero hay quien no puede elegir o no sabe elegir o no puede permitirse ningún lujo o le es tan difícil que se deja morir sin morir del todo, agonizando lentamente, con el acoso incierto de esa duración interminable e indeterminada. 

Rico no pudo elegir. Tamara tampoco. Roberto padre, sí. Los dejó en cuanto la enfermera le dio la noticia. No estaba dispuesto a que un hijo retrasado y una mujer loca le arruinaran su vida. Su prosaica vida. Eso nunca. Se fue sin dejar rastro a otra provincia, a otra mujer, a otro intento.

Hay múltiples maneras de cometer un crimen sin dejar huella. Hay infinitas formas de ser ruin, vil, bajo, indigno, miserable, despreciable, etc. Roberto se esfumó y todo fue más terrible, más calamitoso, más ácido, de un infortunio inconmensurable, de una desdicha sin límite, de un destrozo impredecible. Se fue y dejó una mala sombra larga, viscosa y oscura en forma de pantano.

Tamara ni siquiera sabía lo que era tener un hijo, mucho menos un hijo dependiente, desvalido y extraño, cuyo estado los médicos diagnosticaron como anormal, disfuncional, minusválido, discapacitado. 

Hoy le hubieran dicho que Rico tenía “capacidades especiales”, pero las palabras no cambian los hechos. 

Robertico no creció como cualquier niño del barrio. No aprendió a hablar como los de su edad. No caminó sin caerse hasta los cinco o seis años. No habló sin que no lo entendieran hasta casi los diez años. Su léxico era tan limitado que gruñía y gritaba sonidos extraños, insólitos, chocantes, que Tamara tuvo que decodificar, inventarles significados hasta dar con algo apropiado y memorizar sobre la marcha, error tras error, crisis tras crisis. 

Entender esos signos, gestos, esos micromovimientos de cada parte del rostro, esos suspiros, mugidos y berridos, no se estudia en ninguna parte. Para eso no hay másteres, ni doctorados. 

Tuvo que aprender a resignarse, a perder, a vegetar. Su sonrisa se consumió. Sus carnes se pudrieron. Su paciencia se agotó. Su humor se deshojó. Su esperanza se gastó. Su vida se secó. Todo se acabó sin acabarse, que no es lo mismo que todo se acabe de verdad. 

Lo continuo tiene algo de fatalidad de lo que carece lo discreto. No es lo mismo poco a poco que de repente. Tamara no tuvo coraje para acabar de verdad. No pudo elegir. Así que viviría condenada a morir olvidando la felicidad, esa que una vez sintió sin saber que era, sin que nadie se lo advirtiera, sin poderla guardar, como el dinero en un banco, para un futuro.

Rico creció más lento que una tortuga, más gordo que una oruga, más despierto que un pez. Toda la vida de Tamara tenía un dueño: él. Rico era el rey innombrable de un principado baldío, deshidratado y plano. 

Todo fue difícil hasta que pudo caminar por sí mismo y hacer cosas tan complejas como ducharse, comer solo sin quemarse o embarrarse completo, dormir seis horas seguidas, vestirse con los zapatos al revés, abrocharse los botones de la camisa y el pantalón desordenados y salir a la calle; primero a comprar el pan, luego a deambular y, por último, a perderse. 

Tamara no lo podía dejar solo ni un segundo. A los niños no se les puede dejar solos. A los adolescentes con capacidades especiales, menos. Cada segundo de soledad es una oportunidad para la calamidad, la ruina, el desastre.

Rico aprendió a abrir cualquier aparato electrónico y desvencijarlo y desarmarlo y descomponerlo hasta dejarlo inutilizado, inservible, desahuciado. Descubrió que podía comerse un cake de cumpleaños entero, con velas incluidas, y también los ingredientes por separado: 3 tazas de harina, ¼ de taza de azúcar, 1 pizca de sal, 8 onzas de mantequilla, 2 huevos, 2-4 cucharadas de agua fría, sin respetar con exactitud las proporciones. 

Por ejemplo, la cuota de huevos entera correspondiente a un mes de su libreta de abastecimiento, limitaciones y prohibiciones. Encontró confortable comer el pollo crudo, con sangre, incluso con algunos restos de plumas, o una botella de aceite de girasol, o café sin colar. Experimentó a encender la hornilla de gas y quemar cuanta cazuela o cacharro encontraba, incluida la rara explosión de una olla de presión con frijoles sin agua. Se atrevió a afeitarse cualquier parte del cuerpo, incluida la cabeza, con cualquier cuchilla de afeitar, aunque no tuviera demasiado filo.

Todos y cada uno de sus progresos exasperaron a Tamara, la trastornaron un poco más, le desgarraron algo diferente en su interior, que ella ni siquiera era capaz de ubicar con certeza dónde se encontraba y para qué servía. Pero no había solución. No para ella.

Rico se escapó de todo centro especializado al que Tamara, con un esfuerzo inenarrable, consiguió proveerle. Se escapó porque aquellos seres como él estaban locos, perturbados, tarados, desahuciados y él no. Él sabía cruzar La Habana entera para regresar desde cualquier remoto lugar a su casa. Él se agenció de unas llaves y se las colgó en el cuello con una cuerda. Y así no tenía que molestar a su madre, ni a ningún vecino, para entrar y salir. 

Rico rehusó cualquier tipo de ayuda médica, especializada o paliativa. Él estaba dispuesto a comerse el mundo, aunque su madre no le entendiera y el mundo tuviera ese sabor amargo. Los choferes de las guaguas le dejaban entrar gratis, las cafeterías le donaban algún bocadillo o jugo, las pizzerías incluso espaguetis, todo gratis, todo sin abrir la boca. 

Él llegaba, hacía un pequeño gesto, una mínima mueca de saludo, se sentaba y era satisfecho. Todos le conocían. Todos lo mantenían a salvo mientras su madre moría. La caridad es así.

Ella tenía que trabajar para mantenerlo. Ella debía soportar un curralo ingrato en un lugar insano, para que a su descontinuado hijo no le faltara nada en ese pequeño apartamento en la planta tercera de un vetusto edificio de la calle Cuba, esquina Chacón, pintado de un verde olivo brillante, con suelo marrón y puertas amarillas. 

Fue la pintura que pudo conseguir, fue la casa que pudo salvar, fue la manera que encontró de seguir hacia alguna parte, aunque no tuviera la más mínima idea de hacia dónde. La vida de Tamara se limitó a las necesidades más elementales, como dormir, despertarse, comer, ducharse y dormir y así sucesivamente. 

La radio, el televisor, el ventilador, o cualquier aparato enchufable en la pared, siempre estaba roto, defectuoso, inservible y Rico gritaba, gruñía, rompía su ropa, y se rasgaba la piel con brutalidad, como si no fuera suya, hasta que en algún triste consolidado consiguieran arreglarlo y así sucesivamente. 

En una ocasión cortó con una tijera todas y cada una de las patas de cada componente de la radio. En el taller se rieron de Tamara. La placa no tenía ni una sola resistencia, condensador o bobina. Era sólo un circuito impreso, tan inútil como un aeropuerto sin aviones. Ellos no eran magos. Ni Tamara tampoco, aunque Rico viviera en ese mundo ajeno en el que ni siquiera las rosas olían bien. 

Todo tiene sus límites; aunque no se vean, aunque no se palpen o vislumbren. Tamara debía ausentarse al menos ocho horas en las que podía ocurrir cualquier cosa; literalmente cualquier cosa. 

Podía recibir una llamada desde cualquier lugar insospechado, incluso en los límites de la provincia, avisando su inesperada presencia. Podía recibir una imprevista visita en su mismísima oficina, incluso acabado de afeitar, cuero cabelludo sangriento incluido, con ropa sucia y desgarrada. Podía desaparecer durante horas interminables, sin tener noticias o fe de vida. Etcétera. Su vida era un largo y angustioso etcétera, repleta de novedades infortunas.

Su última iniciativa superó con creces cualquiera anterior. La llamó un vecino con el que apenas había cruzado dos palabras en toda la vida que transcurrió entre el nacimiento de Rico y ese día.

―La llamo para informarle que su hijo está parado en el balcón gritando que se va a matar porque el televisor se ha roto. Sangra por todas partes, como si se hubiera cortado, y tiene toda la ropa hecha jirones. 

Dijo eso y colgó sin escuchar el largo y débil suspiro que exhalaba Tamara. Dijo eso y Tamara no pudo oírle murmurar: “si no sabes cuidarlo, ¿para qué lo pariste?

Sus ojos se inundaron de llanto. Sus compañeras de trabajo la miraron con tanta pena que por un momento pensó que había llegado la hora. El momento de ese fin austero y travieso capaz de cerrar el bucle, de acabar de una vez por todas con su infelicidad, con su mierda de vida, con el absurdo de no tener un horizonte. 

Tamara corrió como una rata que avizora a su gato. Cruzó las diez calles que le separaban de su casa sin mirar a los lados, sin detenerse, sin miedo a ser atropellada. Como si tuviera preferencia, como si fuera su último día, como si estuviera sola en un planeta desierto. 

Llegó sudada, sofocada, extenuada. Le faltaba el aire, ni siquiera pudo pedir permiso ante la enorme masa de gente que taponaba la calle. Todos estaban allí para ver el espectáculo. Vecinos de un barrio y de otro, chismosos, transeúntes casuales, agentes de la ley, amas de casa, locos. 

Todos miraban al balcón de la tercera planta, donde Rico yacía inmóvil gruñendo y maldiciendo cosas que nadie entendía. Todos estaban allí para no hacer nada. La policía de tráfico estaba allí. Les pagaban por montar en sus relucientes motos italianas, acelerar rugiendo y poner multas a los infractores; no para detener presuntos suicidas, aunque rebosaran de capacidades excepcionales; aunque quizá deberían hacer algo tan natural como llamar a algún compañero más especializado en este tipo de actos. 

No lo hicieron. Se limitaron a mirar como el resto, con cuidado de mantenerse lo suficientemente alejados como para que no les salpicase. 

Tamara se abrió paso en el improvisado circo, a puñetazos y codazos. A duras penas pudo meter la llave en el candado de la vetusta reja y girar y volar hacia la entrada de su escalera y seguir hasta arriba y abrir su puerta y aún atravesar toda la casa hasta el balcón. 

Llegó con el corazón en la mano, mordiendo sus pulmones. Llegó y lo vio y Rico se giró y la amenazó aún más fuerte, con un alarido que nadie entendió a pesar de iluminar el Morro. Graznó y pataleó sobre los escasos centímetros de muro bajo sus pies, mirándole a la cara. 

Tamara sabía el significado de aquella jerga. El televisor se rompió. Lo había roto por décima o duodécima o infinita vez. Estaba desecho y él no podía soportarlo. Podía vivir sin cake, sin los ingredientes del cake, sin ropa, sin cepillos de dientes o zapatos, pero no sin su televisor. 

Gritó como sabía hacerlo y Tamara no pudo más. El cuerpo le temblaba, unas agujas hurgaban en los dedos de sus manos y pies, con una soga gorda y áspera en la garganta. Pero le gritó, le voceó con todas sus fuerzas, con un rugido que salió de algún infierno desconocido en su interior. 

―Si no te bajas, ¡te mato! ―chilló. 

Toda la masa la oyó. Se hizo un silencio absoluto. La caída mortal era inminente. Todos esperaban un cráneo roto y un reguero de sesos, un sonido horripilante de huesos quebrándose, un ruido sordo de fluidos corporales desbordándose. Un amasijo de algo desmembrándose en un reguero de todo. 

La masa callada y expectante se encogió. Pero no pasó.

Rico se bajó de la baranda y Tamara le pegó un bofetón que a punto estuvo de sacarle algún diente. Le pegó y le pegó y lo agarró por el pelo y lo metió dentro de su habitación con una violencia inédita. 

Lloró con cada uno de los puñetazos que le sucedieron. Pegó y golpeó hasta que cayó exhausta, agotada, liquidada, moribunda, exánime, consumida, hasta que era mayor el daño que se hacía a ella misma que el que podía hacer a Rico. 

Todo siguió en silencio y la masa se dispersó con el mismo interés con el que llegó. Todo volvió a una esperpéntica normalidad, a esa tristeza conocida, inexpresiva y permanente, más pegajosa que la humedad. Todo siguió detenido.

Una semana después cayó una tormenta de las históricas, de las que quedan en los libros de meteorología marcando récord. Un pequeño diluvio sin arcas, ni Noé. Una de esas fiestas acuáticas tropicales que arremeten con una fuerza descomunal y desaparecen como una pluma. 

Al día siguiente, el edificio se desplomó entero. Crujió y se hundió. Cayó hacia dentro en una secuencia sublime. 

Ningún vecino se salvó. Nadie estaba fuera. No quedó sobreviviente alguno, solo la fachada del edificio con su desvencijada reja, una señal azul de sentido hacia la izquierda y una placa más alta que decía el nombre de la calle:

―Cuba.



© Imagen de portada: Juan Sí González.




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Nada cambió

Por Lino García Morales

Con un gran número de oportunidades, cualquier cosa extravagante, sucederá. Lo más improbablea priori, termina con la mayor probabilidad por el simple hecho de la repetición.



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