Yo maté



Fidel me firmó un papel. Cuando me muera, seré enterrado en ese pedacito de tierra que está detrás de los fogones, allí donde ahora están los puercos. Allí quiero que me entierren. Y que sigan dándole sancocho a mis puercos encima de mis huesos. 

Me llamo Francisco, como el Papa ese que vino hace un tiempo. Francisco Menelao Valdés Cartaya, hijo del capitán del Ejército Constitucional de Batista, Francisco Valdés, y de Mirta Cartaya, ama de casa. Teníamos esta misma casita a dos pasos de la carretera del Morro, aquí en Santiago de Cuba, y fui un niño feliz. Nunca me faltó de nada. Soy el tercero de siete hermanos, todos varones. 

En 1957 tenía 18 años, ahora tengo 76. Un día descubrí que mi padre tenía una amante, cerca de Padre Pico, por la calle Reloj. Se decía que esa mulata había sido nodriza de Frank País y que era comunista. Y mi padre todas las tardes pasaba una hora con ella. Menos los domingos, que íbamos a misa, comíamos todos juntos y dormíamos una siesta larga en ese patio donde ahora están los puercos comiendo sancocho. 

Me hice revolucionario para joder a mi padre. Su amante, Cachita Casas, es familia de los Regueiro. Aún vive, en la calle Clarín. Ella misma me daba los bonos para venderlos y me regaló mi primera pistola. Le caí bien a Frank. Y recuerdo cuando lo mataron. Lo que dicen por ahí de que lo traicionaron es mentira. Fue mala suerte, lo vieron y ya, un día te lo cuento. 

Aprendí a matar muy rápido. Eso que dicen de que el primer muerto se te queda grabado en la memoria para siempre, es mentira. Es el último. El único muerto que recuerdas es el último.

Cuando mataron a Frank, mi padre me dijo que me estaban buscando. Y, en su carro, él vestido de uniforme, me llevó hasta la Sierra. Y me recibió Vilma, que me conocía de Santiago. Fidel también sabía quién yo era, y que ya con 18 añitos tenía tres muertos arriba. Me dijo que yo era un cojonú, me dio el grado de teniente y me mandó con Raúl.

Me hicieron jefe de pelotón, del pelotón de fusilamiento. Los juicios en el Ejército Rebelde tenían dos penas: absuelto o fusilamiento. Me tocó la tarea de dirigir a los nuevos, siempre puse a los nuevos en el pelotón, así los probábamos. Hasta enero del 59 fusilé a 203 personas, todos por traición o robo. Nunca me remordió la conciencia, nunca sentí nada. Matar no se siente, es apuntar y disparar. 

Cuando ganamos la guerra, me fui con Raúl hasta La Habana y me quedé allá con el Che, en La Cabaña. No era el único jefe de pelotón, pero era el mejor. Era rápido. En un día podía fusilar hasta 40 personas en menos de cinco horas. Solamente en 1959 maté a 525. Entre ellos, sin dolor, a mi padre. 

El Che me dijo que a mi padre lo habían condenado a muerte, pero que si no quería dirigir el pelotón, él lo entendería. Le dije que no, que lo primero para mí era la Revolución y liquidar a los traidores. Así que escogí a cuatro hombres, cargué sus fusiles. “Preparen, apunten, fuego”, grité sin vacilación. Luego saqué mi 45, me acerqué a su cuerpo caliente, y le di un tiro de gracia en la cabeza. Me ascendieron a capitán. 

No dejaron que hiciera otra cosa. Era bueno matando. Hasta 1970 hubo varios pelotones, pero ese año me dejaron a mí nada más. Siempre utilicé a reclutas, sietepesos del servicio militar, para probarlos. Alguno se volvió loco, pero yo no. De 1970 hasta el 2003 fui el único jefe de pelotón de fusilamiento de toda Cuba. Con mucho honor, con orgullo. 

Hoy puedo decir que he matado en nombre de la Revolución a más de 1000 traidores. Todos gusanos hijos de puta, o asesinos. Y lamento que ahora ya no se mate a nadie, que no me dejaran formar a mi relevo. 

Después de lo de Ochoa estuve muchos años sin matar, hasta el 2003. Sobre Ochoa se han dicho muchas mentiras. Que si se rio de mí, que si levantó la cabeza, que si pidió dirigir el pelotón. Eso no es verdad. En 1989 ya yo era general de brigada y a él lo habían degradado en el juicio. Es mentira también que los maté a todos a la vez, no. 

Llevaba mucho tiempo sin matar, así que primero maté al jimagua. Después al pendejo de Martínez. Y, al final, al general. Ochoa tenía una camisa de cuadros y me saludó con afecto: “hazlo como tú sabes, eres el mejor”, me dijo. 

No tenía esposas. Fue caminando hasta la pared de la unidad y disparamos. De arriba me pidieron que no le desfigurara la cara. Así que para el tiro de gracia le vacié mis nueve balas en el corazón. 

Nunca me adapté a vivir en La Habana. Así que me quedé con esta casita aquí en Santiago. Dos hermanos míos viven en Miami, seguro te los has tropezado por allá. 

Los demás se casaron. Ninguno viene a verme, no me hablo con nadie. La gente sabe lo que hago y me dan la espalda. No tengo hijos, ni mujer. Vivo solo aquí, con mis puercos. Ellos son mi familia. 

Cuando había que matar, me llamaban. Me montaban en un avión y me iba a donde me necesitaran. He matado en todas las provincias, desde oriente a occidente. La última vez fue en el 2003, a esos tres que quisieron irse y asesinaron a un compatriota. El juicio fue rápido, como en el 59. Ya se sabía que los íbamos a matar. 

Me llamaron una tarde y tenía tanta rabia y tantas ganas, que los puse contra la pared y ordené que les dispararan a la espalda. El peine completo de los AKM. Y, en vez de cuatro, llamé a diez soldados. Más de cien balas para cada uno. Cuando me acerqué al reguero de carne y sangre, disparé en cada uno de sus ojos. Y lloraba de alegría mientras lo hacía. 

Eso que dicen de que el primer muerto se te queda grabado en la memoria para siempre es mentira. Es el último, el único muerto que recuerdas es el último. 

Algo pasó ese día. Supe que no mataría más. Eran mis tres últimos muertos. Ahora sólo me queda esperar morirme yo mismo y que me entierren ahí, en ese pedacito de tierra que es de los puercos. 

Más de mil maté, sin remordimientos. Recuerdo algunos rostros. Todos los que maté eran hijos de alguien, padres de alguien, hermanos de alguien. En una Revolución se mata o se muere. 

Yo maté.





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Por Hypermedia

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