Muéstrame tu historial de búsquedas y te diré quién eres

Cincuenta pestañas puedo tener yo abiertas durante varios días, meses, porque en vez de reiniciar cada día, cuando cierro y abro los ojos, dejo todo intacto. Acumulo. Alimento un descabellado historial de búsquedas. Solo de vez en cuando cierro las búsquedas que no condujeron a ninguna parte y las que, en cambio, sí dieron resultados. 

Lo divertido es poder buscar por buscar, sin precisión y dispuestos, contra todo ABC de investigación, a que los resultados te sorprendan. Atreverse a buscar más allá de la primera página de respuestas de Google. 

Lo bueno y lo malo de tener Internet a pulso es que puedes preguntarle a Google todo (o casi todo) lo que desees. Desde tutoriales para cocinar lentejas hasta el elenco de un drama histórico. Así, todo random, como mismo le preguntas los sitios disponibles para vacunarse contra el coronavirus en Florida o, después de ver Shtissel, vas directo a zanjar esa duda de por qué los judíos ultraortodoxos no pueden tener perros. Vaya usted a saber. No se hagan tantas expectativas, que esa respuesta nunca me la dio Google. O si me la dio, no me acuerdo. Y si no me acuerdo, ya saben… 

La cuestión es que mientras cerraba pestañas, me encontré de nuevo con esa pregunta. Y esta otra: “¿Qué imagen describe mejor la palabra boot?”. Y una más: “¿Se puede mantener el equilibrio teniendo sexo en una escalera?”. 

Sí, porque a Google le puedes preguntar sinsentidos, que te los responde con la misma amabilidad. Y si se te ocurre hacerlo mediante Alexa o Siri, conocerás el derroche de cortesía. Nada que ver con una vendedora de tiendas cubanas, que si entras a hacer una preguntica te miran con cara de “si no vas a comprar, para qué preguntas”. Porque, claro, que te despachen es un favor, tu dinero no cuenta; total, ellas no van a ganar nada con eso. 

Pero volviendo a Google y su diferencia con las “tenderas” —que no vienen al caso— y los burócratas sin deseos de trabajar: lo más significativo es que Google no te juzga. Puedes preguntarle, literalmente, cualquier cosa. No es que lo entienda todo, pero algo te responde. Y repito: nada de agresividad, nada de avergonzarte. Google nunca te va a decir: “Ay, por qué no sabes eso”, “Ay, por qué no sabes aquello”. Tampoco te mirará condescendiente. De hecho, no te mirará, salvo para espiarte. Pero, vamos, que tampoco eres tan importante para ser tan conspiranoica, me digo.

En el buscador de Google puedes poner: “¿Qué es el Pentágono?”, y no pasará nada. “¿Es siempre doloroso el sexo anal?”. Te dará la respuesta a su alcance, y listo. “¿Cuándo fue la primera llamada por celular entre Cuba y Estados Unidos?”; “¿Cuántos años coincidieron en el poder Franco y Fidel Castro?”. Y así… A Google le preguntas sin susto. Porque, además, tampoco te va salir con eso de: “Quién eres y para qué quieres esa información”, o “A qué organismo perteneces”. Como si además de ser un organismo vivo tuvieras que dar explicaciones sobre “organismos” muertos, putrefactos, como suelen ser algunas instituciones. 

Durante los días más recientes, le he preguntado a Google cosas muy locas y distintas entre sí: qué es una cornucopia, quién es la princesa Vittoria de Segovia, y si el cohete chino que la semana pasada amenazaba de muerte al mundo (finalmente cayó en el Océano Índico) tenía tripulantes, o si los tuvo. 

Le he preguntado además si el melón se puede batir con leche en la licuadora, y cómo se siembra calabaza en vasos plásticos desechables a falta de macetas; cuánto mide el cuello de una jirafa, o por qué los orientales leen de derecha a izquierda, y si acaso leen de derecha a izquierda también el reloj. Le he preguntado a Google qué es un cachumbambé, aunque sé perfectamente lo que es. 

Nada, es que el mundo contemporáneo me hace replantearme todo. Ya no estoy muy segura de lo que soy, ni de lo que sé o no. Ya no doy por sentado, reviso hasta la coma que voy a poner, me cercioro de que no se me vaya una tilde por culpa mía o del corrector automático. Consulto reglas gramaticales y dejo constancia de casi todo: conversaciones, información de equis fuente, fotografías vistas por primera vez. Catalogo, aunque me resulta extremadamente difícil: en primer lugar, porque suelo ser muy desorganizada en el espacio físico; en segundo lugar, por la obsolescencia de las enciclopedias. 

No obstante, en algo sigo demostrando que mi desorden es, también, virtual. Ahora mismo tengo treinta pestañas abiertas, aunque solo estoy usando una, si acaso dos. Y me digo: es que no puedo cerrarlas, porque ahorita las voy a necesitar. Ni yo misma me lo creo: mis cuatro correos, el documento de Google, un Excel, WhatsApp de escritorio, el sitio web para el que trabajo, la convocatoria de un concurso en el que no voy a participar, un paper de autores cubanos sobre la Covid-19, un informe de movilidad en Florida durante el último año y los estatutos del estado, una base de datos de vínculos offshore (Panama Papers & Co…), la ley de acceso a la información (FOIA por sus siglas en inglés), varias pestañas sobre el Síndrome de La Habana, el traductor de Google, una entrevista a la youtuber Anita con Swing o cómo hacerte rico si vives en un país pobre (ups, aquí sí que hay una pregunta). También tengo abiertas pestañas de Twitter, Tweetdeck (por cierto, son tendencia Kenny Mayne, el divorcio de la artista Anna Marie Tendler y el comediante John Mulaney, y, sorprendentemente, la Biblia). 

Para que el mundo sea mundo, ya saben lo que dicen, tiene que haber de todo. Y para que Google sea Google, también. Por eso mato mi curiosidad con el mundo en Google.

Les cuento algo: la semana pasada me fui de Facebook y me abrí un Patreon, y he fantaseado con subir videos cómicos a TikTok. Más bien, eso puedo resumirlo a que el “tiempo libre” que me queda, ahora que no estoy metida en el solar de Zuckerberg, lo empleo también en hacer más búsquedas en Google. Porque fueron muchos años deseando tener Internet de banda ancha, al despreocupado, y muchos años preguntándole a la Encarta, y después a Wikipedia, y después a un Internet que te devolvía las respuestas cuando ya habías olvidado la pregunta. 

Entonces, con esta banda ancha, algo hay que hacer. Hay que satisfacer la curiosidad, aunque te lleve tan lejos que no encuentres el camino de vuelta, como cuando empiezas preguntando el nombre de un miembro de tal familia real y te vas hasta el siglo XV en busca del linaje completo. Porque, eso sí, a veces es mejor hurgar en el pasado que en el presente, aunque seas periodista y no historiadora. El presente está lleno de fakes. Pero permítanme otro ejemplo: te pones a buscar información ligth sobre una persona o personaje, y terminas preguntándote el origen del Homo sapiens. Y eso no está bien, eso es ir demasiado lejos. ¿No basta con llegar a Cómodo y a la pústula de relaciones del imperio Romano? 

Es la era de la información, dicen, tantos bytes de datos que abruman. Abruma este tiempo en el que el conocimiento es caótico y se vende tanto el like como hecho. El vedetismo sirve para falsear u ocultar lo que importa… Y luego está la famosa intertextualidad con que se justifican textos caóticos que se dan por experimentación. 

No se trata de ver únicamente la parte apocalíptica, tampoco de romantizar que las estructuras de acceso y distribución de información no sean patrimonio de investigadores o periodistas (en eso también hay jerarquías, algoritmos de infarto y relaciones de poder). La parte divertida es que podemos ser más de código abierto, menos encasillados, más verso libre, menos soneto. Podemos guiar nuestro proyecto de vida hacia donde queramos, estudiar de manera autodidacta hasta donde nos interese, con la disciplina que nos impongamos nosotros mismos y asumiendo lo que de ahí salga. 

¿Alguien (yo) extraña que un profesor le dé un discurso porque no hizo una tarea? ¿Alguien (yo) extraña una noche en vela en el baño de un albergue estudiantil, porque al otro día hay examen de Física (ondas electromagnéticas, movimiento uniformemente variado, cuerpos en el espacio) y sabes que ni remotamente vas a ser físico? 

Un poco sí se extraña, porque eran tiempos de cofradía en los que no había Internet y cierta escuela era una cancha azul en la que jugábamos a ser grandes y cultos, aunque fuera “de memoria”. Un poco sí se extraña, porque las dudas se conversaban en grupo y eso conducía al análisis y a la reflexión sin que mediaran móviles ni artefactos similares. Y había que pasar a mano, una y otra vez, un Trabajo Práctico, porque de máquinas nada. 

En esos tiempos sin cámaras frontales para hacernos selfies, me veo en un trampolín escribiendo nombres y dejando claro “yo estuve aquí”. De eso, lamentablemente, no se le puede preguntar a Google, aunque parezca que este Dios todopoderoso tenga respuestas para lo que se nos antoje. De muchas otras cosas, que antes llevaban horas/nalga en bibliotecas, caras largas y malas contestas, Google sí nos salva con sus respuestas. 

El mundo es un cachumbambé, lo mismo que Google, al que le puedes preguntar no solo qué es un cachumbambé, sino también qué es Google o cuál es su diferencia con otros buscadores. “Google LLC es una empresa de tecnología multinacional estadounidense que se especializa en servicios y productos relacionados con Internet, que incluyen tecnologías de publicidad en línea, un motor de búsqueda, computación en la nube, software y hardware. Se considera una de las cinco empresas de Big Tech junto con Amazon, Facebook, Apple y Microsoft”, dice Wikipedia, ubicada entre los primeros resultados. 

Decepciona un poco saber que Google existe formalmente desde 1998, gracias a un par de doctorandos de Stanford, y que tú no lo hayas conocido hasta 2012, ese año en que decían que se acabaría el mundo, pero que terminó siendo una falsa alarma inspirada en el calendario maya. La buena noticia es, en ese caso, que el mundo no se haya acabado. La noticia regular es que no se haya acabado antes de que conocieras Google. La “mala noticia” en realidad no es tan mala: el mundo, tal como lo conocemos actualmente, es un mundo con Google, es el mundo-Google, es el mundo de las pestañas abiertas.  

Si lo piensas con menos melancolía: es el mismo mundo, con una insondable dimensión abierta que nos intriga y seduce más allá del “dilema de las redes sociales”. 

Ese mundo-Google-cachumbambé te da algunas cosas, te quita otras, como el roce con los ratones de biblioteca que te señalan la gaveta donde debes buscar y se aparecen luego con un carrito lleno de libros y revistas en las que husmear, desesperadamente, brincando de una a otra; de la misma forma que ahora, sin bibliotecarios-polillas, se te hace difícil cerrar el historial de búsquedas donde figuran decenas de pestañas, muchas de las cuales continúan abiertas. 

Porque tu comportamiento en Internet no es sino la expresión de tu comportamiento en el espacio físico tradicional, aun cuando tu abuela no se percate de que te has quedado dormida con todas esas pestañas abiertas, equivalentes a páginas que antes ella cerraba con cuidado y llevaba de vuelta al librero o al escritorio. 

Puedes saber mucho de una persona según sus búsquedas, y esta es una verdad de toda la vida que el mundo-Google no hace más que simplificar: “Muéstrame tu historial de búsquedas y te diré quién eres”. 

Por lo pronto, ya saben: soy un ser humano que se pregunta por qué los judíos ultraortodoxos no pueden tener perro, qué es una cornucopia y qué es un cachumbambé…, y si es siempre doloroso el sexo anal. Entre otras cosas. 




Humberto López

Nace una estrella: Humberto López contra Yeilis Torres Cruz

Francisco Morán

Prometo volver a ocuparme de Humberto: ese compañero necesita atención. Este trabajo sobre su encuentro con Yeilis es solo la introducción a la discusión de su programa ‘Hacemos Cuba’: sus mentiras, sus distorsiones y su incitación a la violencia y la represión. La próxima vez, Humbertico, nos vemos en el estudio.





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