Uber Cuba 0076

· Uber Cuba 0075


Y pasó lo que tenía que pasar. En mi taxi Uber se montó Salvador Wood. Campechano, vivo, sonriente. Haciendo chistes de relajo pero muy decentes, mientras manoteaba con un sombrerazo alón como el de Camilo Cienfuegos, según la poesía épico-infantilizada sobre Camilo Cienfuegos.

Salvador, carajo, cómo te nos acabas de morir a los 90 años, pensé.

Yo lo quería. Desde siempre. Y lo voy a querer desde siempre hasta la eternidad. Un hombre de madera buena, de esos cuya bondad no se envilece ni siquiera al hacerse una fotografía babeándose bobaliconamente ante el comandante Fidel. Los guajiros son así.

Estaba ya muy viejito cuando se montó en mi Chaika azabache de lujo, un carro que yo alquilaba a una princesita japonesa de Saint Louis para poder hacer Uber XL de madrugada.

Estaba, también, consumido. La carne tersa, pidiendo pista, por favor. Los labios hundidos. La boca como una caverna, pero todavía humana. Corajuda, coño. Sin miedo a la muerte que diríase que Salvador Wood portaba por fuera como si fuera uno más de sus tantos premios profesionales. Pero por dentro era pura vida, pura sonrisa, puro futuro sin comandante Fidel.

Hacía poco había muerto su amor de toda la vida, creo que en el 2005 o 2015, da igual. En un cumpleaños triste del tirano cubano. Y así sí que ya no se puede seguir. No me gustan los suicidas, pero en esto estoy más que de acuerdo con el renombrado actor. Toda vez rebasado cierto límite de soledad, los cubanos tenemos el deber moral de saber desaparecer, como lo supo José Martí.

―¿A dónde lo llevo, mi padre? ―le solté en argot cubano bonachón, como él mismo lo era. 

Mi padre, que cumpliría este año 2019 sus primeros cien años de resistencia en La Tierra. Diez más que mi pasajero improvisado, acaso imaginario.

―Tú sabes bien, mi´jo ―me respondió Salvador Wood sin despegar demasiado sus labios―. Llévame a donde ella voló.

No tuvo que especificar nada más. Tampoco le cobré ni un centavo. Bajamos por Clayton Road hasta montarnos en la 64 Interestatal, y de allí por Kingshighway Boulevard para buscar la catedral católica de Missouri.

Afuera estaba una estatua del Papa Juan Pablo II, también ya muerto. Estuvo aquí, un enero exacto después de haber estado en La Habana. La cúpula de la basílica rielaba como un domo interestelar bajo la luna nona del exilio. Era la una y uno de la madrugada Mizzou, la hora sin historia donde todos los cubanos sin Cuba parecemos un poco fantasmas. Aparecidos.

Alcancé a decirle algún elogio común sobre la película El brigadista, con la que yo me hice adulto en los años ochenta de La Habana. Era La Habana lánguida de Lejanía. Era La Habana pacatamente porno de Tiempo de amar. Era La Habana falsamente fabril de Los pájaros tirándole a la escopeta. Entre otros mamotretos fílmicos del horror y la chealdad castrista, sin los cuales, sin embargo, no quiero seguir viviendo en un mundo mierderamente emancipado en clave de emoji digital.

Salvador me agradeció el elogio con un gruñido. Honrar, honra (en Cuba nunca supo que va un entre “honrar” y “honra”). El tablado de su rostro había cambiado de talante. Un bosque algo más huraño, sombrío, silente como su voz en off en los planos patéticos de Soy Cuba. Nuestro hombre en el ICAIC estaba entrando en una soledad que sabíamos, como corresponde a todo Paradiso perdido, que era la de la muerte. Por suerte para él, por suerte para mí, por suerte para ambos, había un cubano en el pabellón de al lado en esta escena definitiva. 

Pobre papá, que lleva ya como 20 años sin verme. Pobre Salvador Wood, que en apenas un pestañazo pronto llevará como 20 años sin ver una de esas pésimas películas cubanas.

Se bajó del Chaika. Trató de darme una propina en cash, a pesar de que yo no había activado el taxímetro de mi Uber App. Se lo recordé. Le temblaban sus brazos de viejo bello que trae en sus manecitas de niño fuerte una flor para su amor, para su Yolanda particular del otro lado de la eternidad.

Fue a contar los billetes. Le dije que no, que parara. Pero el guajiro santiaguero siguió contándolo de todas maneras. Entonces me fijé bien. Era dinero cubano. Billetes probablemente de décadas antes de la Revolución. 

―Deme lo que usted quiera, mi padre ―acaté entonces su primera voluntad de cadáver.

No sé ustedes. Pero lo que soy yo, tuve que dejar de hacer carreras con Uber y regresar a mi estudio de alquiler y prender la computadora para no poder parar de llorar. Maldito sea tu nombre, YouTube. Bendito sea el tuyo, mi amor, Salvador de los bosques deforestados de nuestra utopía totalitaria insular.

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