Espíritu de Pabellón

El pasado día 3, bajo un aluvión de expectativas, se inauguró Estado de Espíritu en el Pabellón Cuba. Una muestra que me generó un sinfín de sentimientos encontrados en torno a la dinámica del joven arte contemporáneo en la escena cubana, principalmente la habanera, y los que de una forma u otra se saben —o se espera sean— encargados de velar por su higiene y salud

Decenas de artistas se congregaron en este espacio expositivo para conseguir una suerte de “muestra generacional”; una cartografía posible y deseada, una especie de narrativa de cómo se va desarrollando el nuevo contexto artístico dentro del marco de creadores asociados o cercanos a la Asociación Hermanos Saíz (AHS). 

La buena disposición dentro de la institucionalidad para crear espacios de calidad, así como el compromiso generacional de muchos artistas y apreciadores de las artes para construir los cimientos de una nueva vanguardia creativa son los principales puntos de inflexión que encontré ese viernes, en la exposición que aglomeró a cientos de curiosos, aburridos, (des)enrumbados vespertinos y a un reducido público interesado por todo el universo que pudo o no envolver la muestra; aunque esto último es siempre un hecho en las pasarelas del arte. 

En la selección de obras y en su antojadiza disposición en el espacio de las diferentes áreas utilizadas fue donde hallé el mayor desliz y agravante de esta propuesta curatorial. Obras agazapadas, otras invisibilizadas por la magnitud de sus adyacentes, algunas tan ocultas que necesitarían señaléticas para ser encontradas. Hallé piezas maravillosas, entre las que figuran el imponente tríptico de Miguel Machado, una solitaria perteneciente a una serie de Rafael Villares y su profundidad en azules, la materia gris de Yunior La Rosa, la colorida y peculiar de Lancelot Alonso, la de Miriannys Montes de Oca y su todo lúgubre, las muy bien ubicadas y adecuadas de Adonis Muiño y Alejandro Jurado, y unas interactivas de Dennis Izquierdo, que regularon el paso y atraparon toda la visualidad del pasillo; entre otras que, aunque mal ubicadas o carentes de información, poseían un ánima de coloquio y penetración, llegando a ser consideradas por mí como buenas. 

Otras tantas me parecieron quizás insuficientes, desfasadas, inacabadas, crípticas, pretenciosas sin contundencia y carentes en muchos sentidos. El diálogo con las obras se tradujo en una situación engorrosa dado que no estaban las condiciones creadas, no existía un ambiente de estrechez entre el público y las obras. 

La intimidad visual, el cortejo, el deleite, la cercanía, la compenetración y lo más importante: la conversación, se me volvió cuando menos difícil en la dramaturgia de la muestra. El intercambio siempre quedaba inacabado por los miles de elementos distractores y posicionamientos. Carece el espacio del espíritu hondo de una exposición de artes. Demasiadas páginas ilegibles de un libro que presenta otras de tanta fuerza que el desnivel se empodera plúmbeo de la escena. Un espacio de actitud sinestésica —como me figuro, se intentó en esta exposición por la carencia de información fuera de lo visual— no puede permitirse obras crípticas, tan enrevesadas que ni el más fino ojo, ni la más sensible alma pudiera llegar a su intríngulis y menos pudiera extraer su savia. El público pasaba, miraba y seguía; no había más para leer. 

La superficialidad inundó la muestra y lo que fuera concebido como un evento de arte generacional —al menos eso pensaba hallar— no fue más que un evento de aglomeración e interacción social, donde cobró más protagonismo la música o el alcohol que las obras, quedando relegadas a un satánico segundo plano, fungiendo como fondo estético para el “joven posconfinamiento” y la retórica del selfi que buscaba un espacio de despeje. 

El arte, además de ser una herramienta de mercado y una plaza para el disfrute, es también un medio discursivo y un arma de padecimiento y concientización. Muchos de los creadores cuyas obras aún ostenta el Pabellón tienen en su arte dardos, es irrespetuoso distraerles la diana. 

Hace unos días, el crítico Andrés Isaac Santana me advirtió que debía eximirme de algunas creencias que entorpecían mi perspectiva en el manejo de los juicios a la hora de hacer crítica, que esta debía estar inducida por lo primario del encuentro con las obras y con la confianza en lo sensitivo, con el justo criterio de ese feeling que te sube el pálpito al estar frente al verdadero arte. 

Recorrí Estado de Espíritu dos veces y mi corazón lo mismo se me quería salir del pecho que me procuraba un rechazo estomacal, aunque la mayor parte del tiempo se mantuvo estático en su uniformidad latente. No me sentí abrasado por la muestra, no me sentí pleno, realizado. Desde su majestuosa individualidad, muchas piezas me enervaron; pero la generalidad me conllevó a no asumirme parte de ese medio, no me dejó asirme a ella, no me absorbió. Nunca logré imbricar mi latido plano de ese día a la arritmia artística que encontré, el cuerpo sinusal que la provocaba no era más que las cromas que rompieron la armonía, detalles turbadores de la escala de la funcionabilidad y el empaste. 

Parafraseando escritos de las curadoras de la muestra —las que sin duda asumieron una tarea titánica, siempre bañadas por la dulzura, la bondad y el empeño que les caracteriza—, esta exposición nació exenta de pretensiones y ambiciones, potenciada por amor a un arte curatorial, buscando un diálogo sincero y la transmisión de ideas. Pero el error primario estuvo ahí, en la poca pretensión. Ninguna práctica artística es ingenua; la curaduría, menos. Una muestra donde esté la firma de Villares o Machado no puede carecer de pretensiones porque ya de por sí las obras de portentos como estos son, además de imponentes, dignas del mejor espacio y de las mejores miradas. 

Esta muestra reunió a muchos de los cintilantes nombres, menores de cuarenta años, de la escena del arte contemporáneo que aún quedan en Cuba; ya era pretenciosa de por sí. En Estado de Espíritu estalla el rejuego de una voz generacional y ya esto es magnificencia. La muestra necesitaba ser pretenciosa, asumirlo. Esto la hubiera ayudado a ser más limpia, imponente, transitada, avasalladora, así como lo son muchas de las piezas que ostenta.

Coincido en la totalidad de sus argumentos con el crítico y curador Jorge Peré cuando escribe: “Es aquí donde me lanzo a pedirle a todos esos jóvenes que hoy ven posar sus obras en algún rincón del Pabellón: aprovechen este momento y esta oportunidad más que para hacerse selfies, para intentar redefinir las reglas del juego; tomen este preciado filón y desbórdense como generación; discutan con todo lo que estuvo antes… Planten bandera”. 

Dentro de esos jóvenes aludidos se encuentran, y espero no equivocarme, algunos de los que tendrán una firma de peso en un futuro no demasiado distante, por eso el enfoque y el compromiso con esa bandera contextual que menciona Peré es tan necesario. La valía y valentía del artista está siendo probada y avalada hoy más que nunca para estas generaciones que tienen actualmente una voz firme, pero necesitan “desbordarse”, ser el torrente, la fibra que, imantada a una consistencia de espíritu, logrará redefinir, acomodar, reconceptualizar y darle un derrotero al arte cubano del mañana y, junto al arte, a la Cuba del mañana.

El artista en la conciencia de las masas tiene un papel que, aunque no llega a ser concluyente, es fundamental. Sus banderas deben ondear enérgicas y los espacios expositivos tienen la tarea de subir las astas. Muchos están escuchando, es hora de que esa generación que colmó las paredes del Pabellón hable. 

Quizás Estado de Espíritu me haga dedicarle nuevos textos, porque a pesar de sus precariedades logró reunir en un mismo espacio a muchos artistas esenciales para las más jóvenes generaciones del arte contemporáneo cubano. Ese, seguramente, será su gran acierto. 




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