Obsesa

Para Sandra González, 
por esa bondad suya con que me devolvió la fe. 

Las acciones físicas se ven impelidas por los errores de la moral; 
instantes en que no nos negamos a casi nada 
ni nada se opone a la irregularidad de las ansias 
o a la impetuosidad de los deseos, 
y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción 
a la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza.
“Justine, o los infortunios de la virtud”, Marqués de Sade

Ese mediodía me recibió con los ojos hinchados por tanto llorar, estaba ojerosa y decaída. La casa, en penumbras, mostraba un halo de nostalgia y podía respirarse ese aire de aflicción que ronda a las cosas tristes. Tuve el impulso de preguntarle, aunque no lo hice para no ser indiscreta y porque se me hizo evidente que Miguel solo mostraba interés en sus compromisos laborales. 

Él ya no se sentía capaz de lidiar con su esposa, una mujer que se le había tornado demasiado débil, apagada. Se excusaba diciéndole que su laboratorio farmacéutico tenía un nivel profesional que debía mantener. Por eso la dejaba sola tanto tiempo. La depresión y el vacío la hundían sin remedio en un pesimismo que amenazaba con destruirla. A veces la acompañaba al menos un par de horas y ella lo agradecía. Conmigo recuperaba un poco los ánimos. 

La obligué a tomar un baño, abrí las ventanas y dejé que entrara el sol. Después le preparé un desayuno que apenas saboreó y luego nos tiramos en su cama. Acariciaba su pelo húmedo mientras ella me rogaba que no la dejara nunca, me decía que yo era su mejor amiga y que sin mí estaría totalmente perdida. Sin darnos cuenta, el ambiente se animó y retomamos una vieja disputa sobre quién era la mejor vocalista de góspel entre Mahalia Jackson y Yolanda Adams. Yo apostaba por Adams, y a ella le fascinaba la tonalidad grave y la versatilidad de Jackson. Nunca pudimos llegar a un consenso. Así logré que tras varios días de pesadumbre mostrara una sonrisa amplia, viva.

El olor a jabón en su piel, aquella sonrisa, la conversación sobre música y esa fragilidad de su estado emocional, terminaron por confundirme. Algo en su sufrimiento me cautivaba, había en él una esencia atractiva, inquietante. Noté sus pezones a través del camisón, aquel pelo mojado y sus labios me despertaron un deseo que no pude contener. Hacía mucho no teníamos sexo y esa combinación de olores y buena vibra me excitaron de tal modo, que no logré dominar el impulso de acariciarla. 

Seguí mis instintos y manoseé con descaro sus senos, a pesar de tantos encuentros, nunca antes había sentido tantas ganas de doblarla y perderme entre sus piernas. Sin embargo, Alba reaccionó de un modo inesperado. Me apartó con brusquedad y abofeteó mi rostro fuertemente. 

—Pero, ¿qué haces? 

—Lo siento, yo…

—Me confundes o me asustas, ya no sé…

—Tampoco sé en lo que estaba pensando, perdóname. 

—¡Eres una maldita egoísta!

—Sabes que no es verdad, Alba. 

—Mira, déjame, mejor te vas.

—Por favor, no hagas esto…

—Vete…

—No quiero.

—¡Vete!

Intenté hacerla cambiar de parecer, pero no lo logré. Ella no comprendía cómo pude desearla en aquellos momentos, cuando lo que más necesitaba era una amiga y no una amante. Mi resistencia a dejarla sola la enfureció mucho más. Me gritó «desalmada», «enferma», no quería volver a verme. Salí a toda prisa, en el umbral de la puerta intenté mirar atrás, esperando que se arrepintiera, pero cerró la puerta en mis narices. 

Me sentí algo avergonzada y llena de ira. Lo cierto es que me excedí al tocarla de aquel modo, sobre todo por el estado de depresión que afrontaba. Mientras me alejaba, recordé esos trances de su vida que me contó en la sala de cuidados de un hospital.  Había vuelto a perder un embarazo. Después de varios intentos fallidos, logró quedar encinta, pero al poco tiempo el feto murió en su vientre. Su cuerpo rechazaba la vida, y eso siempre terminaba dejándola rota y en sollozos. Miguel la presionaba con ese tema y para ella era demasiado importante ser madre. Su incapacidad para conseguirlo le dejó una tristeza constante. «Temo no poder lograrlo. Creo que no podré enfrentar otro fracaso, otra pérdida. Estoy hueca». Eso me dijo, hundida en su dolor. Lloraba sin consuelo. Al verla atravesada por el sufrimiento tuve ganas de hacerla mía, pero estaba tan débil que mis deseos se apagaron enseguida. Pensando en esas escenas algo me hincó dentro, me sentí culpable y en desventaja. 

No quise regresar a casa, preferí salir a despejarme, liberar las toxinas de aquel encuentro. Iba en mi auto tan abrumada que no sabía qué hacer o adónde ir. Su bofetada aun dolía y las ganas de sexo quemaban mi vientre. La punzada en el rostro me hizo pensar en lo raro que fue desearla pese a las circunstancias. La atracción que me provocaba su padecimiento era algo intenso, visceral. En mi interior sentía que caminaba por un sendero oscuro. La voz de mi conciencia intentó alertarme, decirme que me apartara de aquellos pasos. Dejé de escucharla cuando mi vagina me arrastró en su marea de lujurias. Tomé la avenida principal y luego me desvié por las entrecalles, intentando llegar a La Calle Real. Aquel sitio de la ciudad era conocido por la manera en que podía conseguirse sexo por dinero. Llegué y arrimé el auto, bajé un poco la ventanilla y recorrí con la mirada el panorama. Me puse muy nerviosa, me aventuraba hacia un terreno desconocido.

Me asustó el modo silencioso en que se acercó, obligándome a echarme hacia atrás. Ella sonrió con malicia, me hizo señas para que bajara más la ventanilla y así poder hablarme. Se inclinó muy coqueta sobre el auto, tenía una sonrisa hermosa. «Hola, cariño, ¿qué te trae por estos caminos? Me llamo Lili, algunos me llaman Candelaria. Llévame contigo y verás qué bien la pasamos», me insinuaba mientras yo la miraba con asombro y curiosidad. Olía y vestía bien, sus manos eran algo toscas y llevaba las uñas limpias. En su rostro había una ambigüedad que me cautivaba, con todo y aquel maquillaje no tardé en descubrir que ella era un hombre. Uno de bellas facciones y cuerpo de mujer, que lucía unas tetas perfectas y un culo apetecible. Me atrapó su sensualidad, la mezcla de rudeza y de coquetería en su voz. Le ofrecí una suma que enseguida aceptó. 

Una vez en el hotel le pregunté si deseaba algo de beber. En realidad, era yo quien necesitaba algún licor fuerte. «Cualquier cosa está bien para mí», dijo, observando a su alrededor con detenimiento. Le brindé lo mismo que yo me serví y ella lo bebió de un tirón. Luego, para armonizar el ambiente, puse el disco de Yolanda Adams que había traído del auto y dejé la habitación a media luz. Lili comenzó a desvestirse, «mi tiempo vale oro», aseguró con una sonrisa, dejándome ver su desnudez y, con ella, su enorme falo. Aquella imagen me provocaba algo de sorpresa, también mucho morbo. Era una combinación que en ese momento juzgué perfecta: mitad hombre, mitad mujer. Un ser andrógino y hermoso. Mirándola se encendió mi excitación. Ella lo notó y con sensualidad fue despojándome de las ropas. Lamía mis pezones que ya estaban duros y vi cómo su miembro se imponía igual que un cetro milagroso. 

Me dobló sobre el borde de la cama pidiéndome que arqueara la espalda, dejando mi vagina expuesta y florecida. Su boca embarraba mi clítoris de saliva y de creyón de labios, su lengua entraba y salía de mí con maña, con toda la sapiencia de una experta. Ella me sometía lamiéndome el punto más ávido y libidinoso de mi cuerpo, mi lubricación pasaba de mi sexo a su garganta y parte de mí se escurría hacia sus adentros, lo cual me hizo temblar de tanta fogosidad. 

Me pidió cambiar la posición y yo obedecí como una niña dócil e indefensa. En el centro de la cama y abierta de piernas, observaba cómo Lili se escupía una mano para lubricar su garrote venoso, al tiempo que volvía sobre mí con la lujuria empozada en los ojos. Comenzó a penetrarme, sus tetas chispeaban al rozar con las mías y me ordenó que las chupara. Lo hice, ella se mordía los labios y me dejaba notar su locura, que seguramente debía ser fingida. Tan acostumbrada al sexo por dinero, fingir placer debía resultarle una rutina demasiado simple. 

Lili se esforzaba en complacerme —y lo hacía bien—. No obstante, yo también simulaba cada mueca y gemido de placer. Mi cuerpo sentía el deseo, las ganas de sexo, y mi vagina aun lubricada no respondía de la misma manera. El falo de Lili era exquisito, también sus tetas y su manera de tocarme y hacerme suya. En cambio, sabía que no podría encontrar el orgasmo. A esas alturas no entendía qué estaba sucediéndome, llegué a pensar que haber pagado por un momento de placer había sido un error, a fin de cuentas, el dinero solo me ofrecía la ilusión de una entrega, unas caricias que jamás serían verdaderas. 

Algo en mi rostro le dejó saber que me encontraba muy lejos, totalmente distante. Lili golpeó suavemente mi mejilla, tratando de hacerme regresar. Se esforzó en sus movimientos, me penetraba con más fuerza, lamía mis pezones frenéticamente y luego miraba a mis ojos para comprobar si sus maniobras daban resultado. Aquel leve golpe en mi cara me hizo recordar la bofetada de Alba y lo que realmente me condujo hasta La Calle Real. Le pedí que lo hiciera otra vez, que me golpeara nuevamente. Ella me miró extrañada y advertí que no comprendía. Alcé más la voz y volví a repetirlo. Entonces me ofreció una sonrisa cómplice y se esforzó en complacerme. De seguro ya le habían pedido cosas similares o peores, así que no me asombró que accediera. 

Su mano de hombre y acicalada como la de una mujer me abofeteó primero con suavidad, con algo de temor. Sentí el cosquilleo en las paredes de mi vagina, endureciéndome el clítoris. Supe que debía ir más lejos. Le ordené que me golpeara más fuerte, como un hombre. Lili se atrevió y dejó caer el peso de su fuerza masculina, disfrazada con aquel cuerpo de curvas prominentes y tetas hermosas, sobre mi cara. 

Ella me abofeteaba, me penetraba sin escrúpulos y yo ya podía sentir cómo mi sexo volvía a renovarse y ser el centro del universo. Un orgasmo violento y casi volcánico estremeció cada fibra de mi universo. No se trataba de un éxtasis ordinario, sino de un espasmo que redujo y elevó mi ser al mismo tiempo. La Candelaria terminó fuera de mí, aquella era una regla que no se permitía romper. Al menos eso me dijo, mientras yo admiraba con lascivia su miembro, que seguía siendo hermoso después de haber perdido la erección. 

La magia de aquel momento se quebró cuando se esfumó la sensación de placer y aparecieron el malestar, la vergüenza y la culpa. Lili solo me preguntaba si yo estaba bien, si se había excedido en sus actos. Le aseguré que todo estuvo perfecto, incluso con mi rostro hinchado y adolorido. Antes de que se marchara, le dije que quería volver a verla. «Ya sabes dónde encontrarme», expresó con una sonrisa y, al minuto de contar el dinero que le ofrecí por sus servicios, se marchó. 

Quedé sola, inundada por una explosión de emociones que me dejaban confundida y obsesa. Dentro me fluían sentimientos que se contraponían: asco y placer, vergüenza y lujuria, humillación y éxtasis. En aquel entonces mi vida era una erupción de sensaciones muy extrañas que vertían sobre mi voluntad restos de lava. Pensé en Alba, en su desesperación, en la manera que la vida le negaba un hijo, y en cómo se había convertido en una mujer desvaída y sin carácter. En ese instante comprendí que ambas íbamos por caminos muy diferentes y que lo mejor era no volver a verla. 

Parada frente al espejo tuve la impresión de que por primera vez estaba descubriéndome. Sentí la necesidad de volver a experimentar el placer que gocé con Lili. Las ganas volvían a encenderme la lujuria y aquel deseo me hizo sentir viva y deshecha al mismo tiempo. Supe que algo dentro de mí estaba roto para siempre cuando, sin poder controlarlo, comencé a masturbarme y a gozar la hinchazón y las contusiones de mi rostro, que aún no había dejado de doler.





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El hombre de los pezones tatuados

Abel Fernández-Larrea

Ziggy Stardust se bajó el zipper de la bragueta y sacó el pene flácido: “¿Puedo tocarla?”, le dijo Alice con cara de angelito pícaro.


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